Este plato solo tiene una complicación: elaborar una buena salsa de tomate. Y como esta es de las más sencillas del mundo, en este caso se trata de un plato extremadamente fácil.
En una cazuela grande con el aceite, ponemos a sofreír las cebollas picadas junto con los dientes de ajo, también picados, durante unos quince minutos, a fuego lento.
Escaldamos los tomates: les hacemos una cruz en la base con un cuchillo y los sumergimos menos de un minuto en agua hirviendo. Los refrescamos y les quitamos la piel y las semillas —si no se puede porque están tan maduros que se deshacen, los pondremos directamente en la cazuela con piel y semillas. Salpimentamos, tapamos la cazuela y dejamos cocer a fuego lento durante 50 minutos. Una vez hecho, trituramos el tomate ligeramente. No tiene que quedar perfecto: si quedan algunos trozos, aún mejor, ya que esta preparación está entre la salsa y el sofrito.
Hervimos la pasta en abundante agua con sal, siguiendo las instrucciones del fabricante. Cuando esté al dente, la servimos con la salsa por encima y terminamos con unas hojas de albahaca fresca y queso parmesano rallado.